El silencio, el poder invisible que domina a Iglesia
- Diario Libre

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Víctor Alberto Grau, volvió a expresarse de manera contundente, "En Iglesia no gobiernan las personas. Gobierna algo más profundo, más antiguo y más persistente, el miedo. Y junto al miedo, su mejor aliado, el silencio".

No es un miedo visible, ni un silencio inocente. Es un orden interior establecido, una forma de obediencia aprendida con los años, que ya no necesita látigo ni decreto, porque vive dentro de cada uno. El verdadero poder en Iglesia no está en las instituciones, sino en las emociones domesticadas de su gente.
El miedo es el patrón invisible de todas las relaciones. El miedo a hablar, a perder, a ser señalado, a quedarse afuera. El miedo a que la vida cambie, a que el tiempo se mueva, a que las cosas sean distintas. Ese miedo no se grita: se respira. Está en las oficinas públicas, en los bares, en los almacenes, en las reuniones familiares. Está en la risa contenida, en la mirada que baja, en la palabra que se calla cuando alguien entra; en la desconfianza y la paranoia instaladas.
Y junto al miedo, el silencio, el instrumento más perfecto, la bomba atómica del poder. Ese silencio que se disfraza de prudencia, de “no meterse”, de “mantener la calma”.
Un silencio que se presenta como virtud, cuando en realidad es rendición. En Iglesia, el silencio ha sido elevado, disfrazado, de sabiduría. Se lo llama mesura, cautela, respeto. Pero detrás de esas máscaras solo hay resignación, una resignación tan pulida, tan inducida, que ya no se reconoce como tal.
El poder se ha vuelto un reflejo del miedo colectivo. Nadie ordena realmente, pero todos obedecen y se adaptan. El intendente teme a las empresas; las empresas temen al conflicto; los empleados temen al despido; los ciudadanos temen al aislamiento. Y así, el círculo vicioso se cierra. No hay autoridad, hay dependencia y miedo mutuo. Un equilibrio frágil sostenido por la complicidad obsecuente del silencio.
Por supuesto, el miedo y el silencio no actúan solos. Tienen sus agentes, sus cómplices, sus sicarios. Una casta de instaladores del miedo, hombres y mujeres que viven de mantener el orden del sometimiento. No necesitan uniforme ni oficina, su poder se ejerce con la lengua, con el rumor, con las injurias, la difamación, con la mirada que amenaza y el aplauso fingido que silencia.
Esa casta es el único grupo verdaderamente beneficiado del sistema. Son los guardianes del status quo, los que se alimentan de la parálisis colectiva. Serán siempre los primeros en saltar en defensa del orden establecido, los que claman “no hay que cambiar nada”, “no hay que faltar el respeto”. Saltan cuando la estructura del miedo percibe una grieta, cuando un incauto se atreve a hablar. Entonces se activan, se unen, y hacen lo que mejor saben hacer: cerrar los micrófonos.
Son los custodios del silencio, los sacerdotes del miedo. Su tarea no es pensar, sino preservar. No crean, no proponen, no sueñan. Solo cuidan que nada se mueva, que todo siga igual, porque saben que si el pueblo despierta, ellos pierden su poder.
Por eso, el poder en Iglesia no necesita imponerse. No gobierna mediante la fuerza, sino mediante la costumbre. Cada vez que alguien calla por conveniencia, el sistema respira un día más. Cada vez que alguien confunde la diplomacia con la cobardía, el miedo gana otra elección sin urnas.
Este es el status quo, una calma aparente que en realidad es quietud. Una paz superficial que no nace del orden, sino de la sumisión. Una comunidad que parece estable, pero que hace tiempo dejó de creer y de crecer, porque ya no se atreve a imaginar, a soñar, a diseñar su propio futuro.
El problema no es la pobreza ni la falta de oportunidades.
El problema es la incapacidad de romper el hechizo del miedo, de mirar de frente el vacío que se oculta detrás del poder establecido. El miedo ha reemplazado a la autoridad.
El silencio ha reemplazado a la conciencia. Y así, Iglesia vive gobernada por dos fantasmas que nadie eligió, pero que todos obedecen: miedo y silencio.
Sin embargo, todo poder basado en el miedo es temporal.
Tarde o temprano aparece alguien, algo, uno solo basta, y con una palabra honesta, desarma el juego entero. Ese instante, pequeño y casi invisible, es el principio del cambio.
Porque el poder se desintegra cuando el miedo pierde su mordaza, y el silencio deja de ser refugio para convertirse en vergüenza.
El futuro de Iglesia no depende de quién ocupe un cargo,
sino de quiénes se atrevan a hablar. Hablar con claridad, con dignidad, sin rabia pero sin miedo. Hablar para decir lo que todos saben y nadie dice. Hablar no para gritar, sino para volver a existir.
Cuando eso ocurra, el poder volverá a ser de la gente que no se calla. Y el silencio, ese viejo amo, por fin perderá su trono.
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