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La falsa ecuación entre regalías y desarrollo que se mezcla en la dialectica de un municipio rico con gente pobre

  • Foto del escritor: Diario Libre
    Diario Libre
  • 11 oct
  • 3 Min. de lectura

Por Víctor Alberto Grau – Presidente de A.I.TUR.I.C. (nota paga)


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Durante más de veinte años se nos ha repetido una fórmula tan simple como engañosa, “Si las regalías mineras crecen, el municipio será más rico, y si el municipio es más rico, su gente vivirá mejor.” Pero esa ecuación dialéctica, que suena lógica en apariencia, ha demostrado ser falsa en la práctica.


Hoy Iglesia es un municipio con cuentas abultadas, pero con bolsillos vacíos en sus hogares. Es el retrato de una riqueza institucional que no se transforma en prosperidad ciudadana, un espejismo económico donde la abundancia de recursos no garantiza bienestar.


La pobreza iglesiana no surge por falta de recursos, sino por una mala interpretación de la economía política del desarrollo. Se creyó que acumulando dinero en las arcas del municipio se resolverían las desigualdades, como si la riqueza fuera un líquido que, al concentrarse arriba, naturalmente rebalsara hacia abajo. Pues bien, el pueblo aún espera que se abran esas válvulas de derrame.


Sin embargo, la historia enseña que nunca hay derrame sin los canales del derrame, y esos canales son la estructura productiva. Cuando el Estado se convierte en el único receptor de la renta, sin redes empresariales locales, sin cooperativas, sin industrias transformadoras, el dinero se vuelve mera recaudación mal administrada. Rinde poder político, sí, pero no genera valor social ni económico.


El resultado es claro, un municipio cada vez más dependiente de las transferencias externas

y una sociedad cada vez más pasiva, expectante y resignada. En Iglesia se produce un fenómeno típicamente dialéctico:


A mayor ingreso institucional, menor dinamismo social.

¿Por qué sucede esto? Porque el Estado local, en lugar de actuar como facilitador de productividad, termina sustituyendo la iniciativa privada. Cuando todo depende del presupuesto público, la libertad económica se extingue, y con ella la creatividad, el riesgo, el trabajo autónomo y la competencia.


El Estado lo concentra todo, los contactos, el poder, los recursos. Y cuando el Estado deja de ser articulador o “bisagra” entre los sectores productivos y se convierte en puerta de acceso exclusiva, lo que debería ser un puente de diálogo y desarrollo se transforma en un muro de privilegios y control. Así, el municipio se enriquece en papeles, pero la comunidad se empobrece en acciones y propósito. El dinero circula dentro de la burocracia, pero no dentro de la sociedad.


Superar esta contradicción no implica aumentar regalías, sino cambiar la dirección del flujo del valor. La riqueza debe nacer, circular y permanecer en manos productivas locales

emprendedores, cooperativas, industrias, prestadores turísticos y proveedores del territorio. El Estado debe transformarse en plataforma, no en embudo,

en facilitador, no en patrón.


Las regalías no deben financiar consumo político, sino infraestructura económica, educación técnica y desarrollo de capital humano. Solo así el dinero deja de ser renta imposible y se convierte en inversión. Solo así la pobreza deja de ser destino y se convierte en historia.


En conclusión, Iglesia no necesita más dinero, necesita una nueva conciencia económica. Debe comprender que la prosperidad no se transfiere por decreto, ni por ordenanza, ni por subsidio, sino que se construye con organización, conocimiento y libertad productiva.


Un municipio rico con gente pobre no es una paradoja, es el reflejo de una estructura que aún no aprendió a distribuir poder.

El desafío de esta generación es convertir las regalías en autonomía, y la administración pública en motor de desarrollo real. Solo entonces la riqueza volverá a tener nombre y rostro iglesiano.

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